la alteración de la consciencia como camino evolutivo
Justificaciones para el desarrollo de nuevos enfoques en psicología.
Por Valentín Gurrera
- la alteración de la consciencia como camino evolutivo
- Una nave rota en el medio de la tempestad
- La vital importancia de una conciencia flexible y de sus funcionamientos alternos.
- La psicología (necesariamente) en crisis
- Hacia nuevas concepciones sobre la salud psicológica.
- Antiguos faros en la tempestad.
Una nave rota en el medio de la tempestad
Durante el desarrollo evolutivo e histórico de la humanidad pocas prácticas han tenido un impacto tan profundo en la conformación psicológica y cultural de los grupos sociales como aquellas destinadas a inducir estados alternos, no ordinarios, de conciencia (Apud, 2017), y no es llamativo en esto que la principal vía de acceso, a la que como especie hayamos recurrido para generar estas transformaciones de nuestra conciencia, haya sido mediante contextos especializados para el uso ritual y ceremonial de plantas y hongos psicoactivos – sustancias hoy denominadas enteógenas o psiquedélicas -.
Pero si decimos que no es llamativo es porque que está muy bien fundamentado (Fericgla, 1999) cómo las mismas han servido para potenciar, catalizar y promover procesos humanos esenciales: La curación de enfermedades, la organización socio-política, los ritos iniciáticos, las prácticas y concepciones ecológicas, la memoria cultural, las mitologías fundacionales y los procesos de resistencia identitaria, entre otros (Marín-Valencia, 2020).
Sin embargo, este ensayo y el curso que propone no trata sobre sustancias enteógenas, al menos no principalmente (de esto ya abunda suficiente información de calidad en general), sino que más bien intentará echar luz a un fenómeno más básico y fundamental, completamente imbuido en la esencia del uso de enteógenos, «algo» que está antes, durante y después de todo viaje interior. El lugar en el que nos centraremos implica hablar, en definitiva, sobre el mar en el que nos encontramos navegando y sobre aquellos océanos que podemos y, sobre todo, nos urge, comenzar a navegar.
Y es que viajamos por un ancho y tormentoso mar con un instrumento maravilloso, una nave que es capaz de prodigios, de llevarnos a infinitos puertos de la realidad, que se extienden desde las costas de la materia hasta las antípodas del alma.
Pero los tiempos que atravesamos nos enfrentan como humanidad navegante a dos grandísimos riesgos. El mar, dijimos ya que era tormentoso, para no decir feroz, atronador y temible, y si no logramos adaptarnos a su marea estrepitosa, a su devenir en olas inmensas, el naufragio o el terminar yaciendo en el lecho marino será el desenlace inevitable.
Como si esto fuera poco, nuestra amada y única psiconave cruje y gime, maltratada por sus largas centurias de extravíos y encallamientos, acumulando agua en la sentina más rápido de lo que podemos achicarla.
Y todo esto nos enfrenta a una inminente decisión: abandonar la nave o intentar salvarla.
No es novedad, aunque muchos todavía se resistan a admitirlo, aduciendo a paranoicas conspiraciones geopolíticas, que el presente nos plantea verdaderos desafíos urgentes, quizás inéditos para nuestra especie. El reporte del 2022 de Expertos sobre Cambio Climático concluye que la devastación ambiental ya está afectando a todos los continentes y océanos, mientras comunidades y ecosistemas altamente vulnerables enfrentan riesgos inminentes, desembocando en que el tratamiento de esta crisis ambiental-global requiera de transformaciones profundas de modo urgente e innovaciones que promuevan la restauración y protección de los equilibrios orgánicos y ecológicos.
Históricamente hablando nunca parece haber sido tan prioritario y urgente cambiar el rumbo. Y somos responsables:
La sexta extinción masiva en curso puede ser la amenaza ambiental más grave para la persistencia de la civilización, porque es irreversible. En un siglo se han perdido miles de poblaciones de especies de animales vertebrados en peligro crítico lo que indica que la sexta extinción masiva es causada por el hombre y se está acelerando. (Ceballos et al., 2020)
Se necesita de acción inmediata para evitar no solo un colapso catastrófico de los ecosistemas, sino también, un colapso social y psicológico en las personas que habitamos este mundo, y es que nuestra humanidad depende simbióticamente de la salud del medio. Quien conciba al ser humano como un animal superior, creyendo que el individuo realmente existe como tal – ya sea por considerarlo como un ser completo (indivisible), o por definirlo sin los márgenes de su entorno -, concluyendo que el medio es solo un medio y no también un fin en sí mismo, que la vida no es más que objeto-al-servicio-de, pues esa persona ignora más de lo que nuestros sistemas educativos nos deberían permitir ignorar. Y la ignorancia, como el poeta Almafuerte anunció, «es atrevida, y la atrevida ignorancia es la que cree saberlo todo y no permite que nadie la contradiga».
Nos urge como especie entonces envenenar nuestra propia ignorancia y sanar nuestro acceso al conocimiento y para ello debemos apuntar también hacia dentro, hacia lo que ignoramos de nosotros mismos como seres vivos capaces de conocer, como sujetos sujetados a una nave hecha de materia biológica pensante, nave de la cual seguimos sin conocer del todo cómo está construida y cómo funciona su timón y que navega sin rumbo cierto en un infinito y temible mar de conciencia.
El problema es real y la solución posible: podemos y debemos – junto con muchas tareas prioritarias – no solo actualizar nuestra manera de pensar, sino ampliar y pulir nuestra capacidad de conocer la realidad (tanto íntima como éxtima), para así poder comprender algo de su verdad y orientarnos en su devenir.
Conocer sobre el funcionamiento de nuestra mente, de sus estados de conciencia posibles y de sus potenciales es un requisito básico para manejar el instrumento o, esto que aquí, metafóricamente (en parte) llamamos «psiconave» -. Conocer(nos) permite manejar(nos). Manejar permite fijar un rumbo hacia una dirección, y corregirlo cuando se desvía de ella.
Si queremos entonces hacer frente con éxito a la crisis humana (y por consecuencia, ambiental y sociopolítica) en la que estamos globalmente atascados, habrá que esforzarse prioritariamente en generar propuestas superadoras – dispositivos, teorías, técnicas, y herramientas concretas – que basándose en el saber empírico e integrando y nutriéndose de los saberes que los ancestros de nuestra especie pudieron legarnos -, apuesten a generar y expandir el conocimiento necesario para volvernos soberanos de nuestra vida mental-conductual, logrando así, por fin, recuperar los vínculos dañados con la vida toda.
El problema de la (in)conciencia occidental y las heridas resultantes.
Es innegable – al menos para quien trabaja con la salud mental – que la insatisfacción generalizada del sujeto moderno, su carencia de orientación existencial, de encanto frente al mundo, y, sobre todo, su falta de conexión con lo vivo y presente y con la esfera de los valores fundamentales para el sostén de la vida se encuentran en un estado crítico.
La destacable antropóloga argentina del nuevo paradigma, Ana María Llamazares (2013), quién ha sido capaz de radiografiar como pocos la fractura sufrida en la conciencia de la civilización occidental a lo largo de los últimos 500 años, dice al respecto:
Durante la Modernidad y casi como una condición de existencia del paradigma cientificista, Occidente ha sufrido varias fragmentaciones que lo llevaron a perder su conexión con la naturaleza, con lo vital, con la propia subjetividad humana y en general, con todos los planos sutiles, sensibles e intangibles de la existencia. Así, la vida cotidiana de cualquier persona común adaptada a la sociedad occidental suele discurrir casi sin espacio alguno para la experiencia profunda, en una sucesión de profanas linealidades, al cabo de las cuales la vivencia básica que va quedando es el sinsentido de la inmediatez, la soledad, la incomunicación, el vacío, el desamparo más absoluto, consecuentemente la angustia o la disociación.
Y continúa luego:
Cuando hablo de heridas me refiero a un amplio espectro de dolor que abarca desde lo planetario hasta lo personal, sin perdonar entre medio, ninguna instancia. Desde el sofocamiento del planeta Tierra, nuestro único hogar por el momento […] hasta las propias heridas que cada uno carga en su historia familiar […] que nos pueden haber tocado en suerte atravesar según la diversidad de nuestros destinos.
Somos muchos los que no podemos dejar de adherir a esta lamentable pero cierto análisis. Porque, si como psicólogos, tomásemos por un momento a la civilización occidental toda como si fuese un sujeto particular al que estamos evaluando diagnósticamente no tardaríamos en reconocer su estado deteriorado de consciencia rebalsado de sufrimiento evitable.
Según investigaciones independientes que he realizado en algún momento para intentar comprender a fondo el problema de los consumos problemáticos y los trastornos por dependencia a sustancias a escala masiva como tenemos hoy, ha sido toda un revelación – al menos para mi persona – descubrir que esta situación de consumo abusivo generalizado y sin precedentes en nuestra historia, surgió como producto de, por un lado, haber perdido o abandonado los contextos tradicionales de consumo – donde los medios y los fines eran claros y vitalmente positivos – y, por el otro, como producto del desarrollo de la sociedad industrial entre el siglo XVII y XIX en adelante, donde las condiciones de explotación laboral y social condujeron a la necesidad de recurrir a anestesias y analgésicos químicos para soportar las terribles condiciones de vida, y todo esto potenciado luego, ya en el siglo XX, con el surgimiento de una sociedad de consumo, denominación que de por sí sola ya da cuenta de donde pone su foco y sus valores fundamentales.
Pero todo eso no fue tan movilizante como el descubrir que en cuanto sujetos modernos parecíamos haber perdido, a lo largo de estos periodos históricos (y antes también), ciertas formas de vinculación que, según otros relatos, y otros registros no tan oficiales, pero sí, relatos más vivos, propio de declaraciones de habitantes originarios, eran fundantes y fundamentales en nuestra especie, es decir, de una conciencia de base que originariamente nos constituía y nos sostenía subjetiva y colectivamente.
Estas formas de vinculación, en general, caracterizadas por los lazos fraternales, el simbolismo pleno de sentido, la comunidad como estructura social básica, las dinámicas horizontales de organización, la sacralidad basada el culto a lo divino-femenino (Eisler, 1990)y en la visión de conjunto que valora a la unidad ecológica por encima de la segregación individualista, ha sido parte de nuestra historia evolutiva a lo largo de al menos 250 mil años o incluso más, que es desde cuando la ciencia data el surgimiento de nuestra especie.
Al respecto, el historiador contemporáneo Yuval Noah Harari, en su libro Sapiens: de animales a dioses (2015) afirma lo siguiente:
La visión del mundo que prevalecía entre las sociedades de cazadores-recolectores veía al ser humano como parte integral del tejido de la vida, sin reclamar para sí ningún papel especial. Estas sociedades tendían a ser igualitarias y a valorar la generosidad sobre la acumulación de bienes» (p. 104).
Más adelante concluye:
A lo largo de la mayor parte de la historia, la visión del mundo que prevaleció en la mayoría de las culturas humanas vio a los homos sapiens como parte integral de un orden cósmico mayor. Son modos de pensar más compatibles con los principios ecológicos básicos que nuestro pensamiento liberal moderno (p. 401).
Recién entonces en los últimos 12 mil años (tan solo un 4,8% de la historia evolutiva humana) y con más fuerza los últimos 500 (0,2% de la historia), con el advenimiento de las grandes civilizaciones y posterior industrialización de las mismas, terminamos por desvincularnos de estas formas primigenias, fundantes y ecológicamente superiores, desembocando en la situación ambientalmente crítica y psicológicamente desoladora en la que nos encontramos hoy.
Pero para ser justo cabe interrogarse ¿No es acaso menos sufrido acaso nuestro presente? ¿No eran antes la miseria y la injustica más comunes de lo que son hoy?
Negar esto no es del todo acertado, al menos en principio, porque es bastante evidente – al menos para quién estudie algo de historia – que, si de condiciones materiales se trata o de acceso a la salud y a la justicia y demás derechos básicos, los niveles de bienestar y desarrollo del presente superan ampliamente a los de muchas épocas anteriores.
Sin embargo, podemos contradecir fácilmente el argumento de que nuestro presente supera integralmente a nuestro pasado evolutivo si comprendemos que el problema, por un lado, no es eminentemente material, y por el otro, que las comparaciones que hacemos suelen ser en relación a la época medieval y la época antigua, épocas que son aquellas de las que más tenemos un registro histórico claro. Rara vez tomamos como punto de comparación a las formas de organización social y el estilo de vida de pueblos originarios o de las sociedades previas al neolítico que, valga la insistencia, son las formas de organización en la que mayor tiempo de nuestra historia hemos vivido y aprendido a convivir, concretamente 99,8% de la misma (totalidad de la edad de nuestra especie menos los últimos cinco siglos de historia).
Y es entendible, gran parte de los sistemas y cosmovisiones arcaicas – en el sentido de originarias – han sido o menospreciadas por los historiadores modernos como formas primitivas de nuestra evolución o sepultadas en los escombros y quemadas hasta las cenizas por las guerras y conquistas del hombre en los últimos siglos. Sin embargo, las evidencias están todavía vivas en muchos pueblos y culturas que han resistido el colonialismo, camufladas, a veces más, a veces menos, en relatos orales y en ricas iconografías.
Resumiendo, entonces la herida o fractura que nuestro presente adolece y acarrea desde hace al menos cinco siglos y en el que cobra auge lo que denominamos paradigma occidental moderno, no tiene que ver especialmente con cuestiones materiales, sociales o políticas (donde sí ha habido avances al menos en comparación con de la sociedades medievales y antiguas) sino que, más bien, la herida se relaciona, como veremos, con la pérdida de un cierto estado de consciencia general.
Según la mencionada investigación propia – que no todavía no se encuentra publicada, pero me atrevo a adelantar sus conclusiones – destaco que entre los vínculos más relevantes que nuestra especie ha ido perdiendo o empobreciendo hasta volverlos insignificantes, se cuentan cuatro. Tan solo los mencionaré para no extenderme demasiado en este punto dado que no es el tema principal de este ensayo, pero sí relevante para llegar a él;
- Pérdida de los vínculos directos con el mundo orgánico: pasaje de una relación con la naturaleza de «sujeto a sujeto» a una de «sujeto a objeto».
- Perdida de los vínculos comunitarios de convivencia: Pasaje de un convivir con un grupo social íntimo, de cooperación fraternal y no necesariamente consanguíneo a uno basado en el claustro de la familia nuclear, vertical y patriarcal.
- Pérdida de las dimensiones mitológicas y rituales: pasaje de un convivir encantado al desencantamiento del mundo.
- Pérdida de las tecnologías de acceso a estados no ordinarios y, por ende, al contacto con dimensiones alternas y no locales de la realidad.
Dentro de la gran fractura de la consciencia humana, causada por la perdida, por el olvido forzado de esas bases fundamentales de nuestra existencia evolutiva, el último punto es el que particularmente nos convoca hoy. A propósito de la misma el pionero en antropología transpersonal, Charles Laughlin (1983), la fundamenta con claridad al señalar que en nuestra humanidad han existido y existen sociedades con diferencias significativas en la manera de vincularse en relación a los distintos estados de consciencia hablando así de sociedades monofásicas y multifásicas.
Nuestro paradigma occidental – nuestra manera de pensar y concebir la realidad – es estrictamente monofásico; esto significa que solo considera como correcto y normal, al estado ordinario de la vigilia, con énfasis en la lógica, el racionalismo, y la división tajante entre el sujeto y el objeto (dualismo cartesiano), mientras que los estados no ordinarios son poco valorados o sistematizadamente descartados al considerarse anormales, patológicos o propios de culturas primitivas. Esta mirada monofásica da también como resultado, entre otras consecuencias, que consideremos al mundo orgánico como un objeto a ser estudiado y eventualmente explotado sin ninguna clase de consideración.
En contraste, las sociedades con tradición ancestral – hoy solo representadas por algunas pocas tribus, pueblos originarios, y sistemas espirituales que conservan en mayor o menor medida su herencia primigenia – son o han sido polifásicas, es decir que validan la integración de más de un estado de conciencia – como los que muchos mitos y teofanías dejaron plasmados en sus símbolos y relatos – y tienen a acompañar el conocimiento empírico de la realidad con el pensamiento simbólico, la intuición y el sentimiento de encanto frente al mundo.
La pregunta que cabe hacernos al respecto de todo lo dicho hasta ahora entonces es:
¿Puede ser acaso que el acceso a estos otros estados – que aquí denominamos «no-ordinarios» o «alternos» y que para la sociedad occidental han sido más bien signos de patología o de anomalías descartables – hayan sido la llave maestra que en nuestro pasado evolutivo nos abriese la puerta a la comprensión de aquellos valores fundamentales de los que hoy, por habernos desentendido de ellos, padecemos su falta?
Sin ánimos de caer en el debate de «civilización o barbarie», afirmando ingenuamente que nuestra ciclización occidental puede y debe volver al tribalismo primigenio- aunque sería interesante de ver – lo importante es dejar sobre la mesa una alternativa posible, que analizaremos a continuación. Y es que una sociedad – o persona – que valida y normaliza el acceso a estados alternativos de conciencia, que desarrolla los dispositivos y la habilidad para acceder a ellos, posee un repertorio más amplio y más rico en cuanto a formas de vincularse con la realidad, y de adaptarse plenamente a ella.
La vital importancia de una conciencia flexible y de sus funcionamientos alternos.
Desde hace años, en mi labor clínica como psicólogo me vengo encontrando con un hecho bastante llamativo y que al día de hoy ha logrado reestructurar los cimientos de mi visión acerca de la salud mental. Hablo de notar que aquellas personas – consultantes – que pueden, se atreven o tienen la tendencia a percibir un rango más amplio no solo de sensaciones y estímulos (tanto placenteras como displacenteras), sino también de vivencias subjetivas radicalmente alternas, poco ordinarias, han sabido mostrar también mayor capacidad en sus vidas para hacer frente a situaciones desafiantes y de afrontar crisis saliendo renovados de ellas, evidenciando, en definitiva, mayores grados de bienestar general.
Por el contrario, también he notado que las personas que parecen tener un repertorio más limitado de estados emocionales y de conciencia en su día a día y en su vida en general, evidencian padecer más dificultades para lidiar con los malestares propios de la existencia y adaptarse a los cambios necesarios del momento.
Pero esto, en definitiva, no es ninguna novedad. Hablamos en principio, de factores muy bien estudiados tanto por la psicología – sobre todo en años recientes por el contextualismo funcional y más particularmente por modelos como ACT (2016) – así como por tradiciones espirituales con base contemplativas (meditativas) – budismo, por ejemplo – que demuestran como la actitud de apertura, de aceptación, de no-juicio y de entrega a la diversidad y alteridad de las experiencias tanto favorables como adversas, ya sean internas o externas, se traducen en un flujo vital expandido, en un contacto pleno con el presente y con toda su riqueza y, en última instancia, en un mayor grado de flexibilidad psicológica, capacidad que actualmente es considerada como el primer sinónimo de salud mental, sobre todo en las terapias última generación.
Sin embargo, parece ser que no solo nuestra sociedad, sino también muchos profesionales de la salud todavía no nos hemos anoticiado de la particular importancia de estos funcionamientos alternos, es decir, de la cada vez más innegable incumbencia de los estados no ordinarios de conciencia como vías efectivas y eficientes para alcanzar mayores niveles de salud mental.
Y en esto hay algunas preguntas con las que debemos interpelar no solo a la psicología– sobre todo a aquella psicología de la conciencia hegemónica – sino a nosotros mismos como psicólogos y psicoterapeutas:
¿Estamos realmente trabajando para lograr mayores niveles de flexibilidad psicológica, ya sea para adaptarnos – y acompañar – al funcionamiento alterno de muchas personas con las que trabajamos (sin tratar de adaptarlas a ellas a nuestras estructuras rígidas de normalidad) o, mejor aún para flexibilizarnos y adaptarnos al hecho de que existen otros estados de conciencia – estados alternativos al hegemónico-ordinario, de igual validez y valor que este, incluso a veces más – para acceder, a gracias a ellos, a una concepción realmente integra de la salud a nivel bio-psico-social y espiritual? O en pocas palabras ¿basta con nuestra conciencia occidental, moderna, hegemónica y ordinaria para lograr a un estado saludable del ser?
Y no menos importante ¿Quienes no dedicamos a la labor psicoterapéutica nos encontramos realmente preparados para afrontar esta tempestuosa crisis de salud mental sin vernos inmersos también en ella?
La psicología (necesariamente) en crisis
Si existe una situación crítica de base en la psicología como ciencia, según mi parecer, se debe ante todo a una muy limitada y estrecha comprensión sobre la conciencia y sus estados posibles:
La psicología clásica se ha encargado desde sus inicios de comprender e influenciar el comportamiento humano, y desde siempre – o casi siempre – se ha relacionado con este fenómeno – desde un nivel – que renombrados teóricos de la psicología y de las neurociencias han dado en llamar – nivel de conciencia ordinaria, o conciencia «normal». Pero con el tiempo hemos empezado también a comprender que lo que parece normal u ordinario, no solo tiene a veces tiene poco que ver con una situación deseable, sino que también nuestro espectro de normalidad deja por fuera un vasto campo que hoy más que nunca necesita ser explorado (Gurrera, 2023).
Muchas veces se nos escapa, sobre todo a quienes nos dedicamos a guiar y orientar procesos de cambio a través de la labor psicológica, que la salud mental no se puede reducir a tan solo lograr que las personas con las que trabajamos se conviertan en individuos sanos, funcionales y socialmente adaptados, que muchas veces lo que parece ser patológico (desde la óptica estrecha de nuestras convenciones sociales y académicas sobre la normalidad saludable) es también parte de nuestro rico repertorio humano, necesario no solo para la adaptación al cambio, sino también para la comprensión intuitiva y profunda de una realidad que muchas veces hace añicos las estructuras racionales que pretenden explicarla.
Con esto quiero decir que lo que usualmente consideramos locura, patología o enfermedad mental – hoy muchos decidimos hablar de «neurodiversidad» – también pueden y deberían ser formas culturalmente aceptadas, formas válidas y legítimas de ser y estar en el mundo porque, en todo caso, el malestar – y esto el budismo lo comprende de entrada – no es necesariamente el síntoma de alguna disfunción particular, si no una condición de nuestra existencia, aunque esto no signifique que no puedan lograrse estados superadores, más coherentes e integrados de existencia, que es de lo que en última instancia se ocupa –o debería ocuparse – la psicoterapia y las tradiciones de este orden.
Claro está que no nos referimos a funcionamientos que pongan en riesgo la vida de la propia persona o del prójimo – aunque cuantos individuos supuestamente sanos y funcionales no lo hacen igualmente -, es decir, no hablamos de patologías extremas que requieren medidas muy particulares de contención y tratamiento. Sino que nos referimos a la patología cotidiana de la que todos, de alguna manera, somos parte, a aquella que muchos se empeñan en mantener en las sombras para cuidar las formas socialmente aceptadas, y que por negarla o reprimirla se nos devuelve potenciada.
El problema entonces – consideramos los que adherimos al paradigma contextual – no es tanto el malestar de las personas, sino lo que las personas hacemos de ese malestar, que por lo general es negarlo, evitarlo o malgestionarlo. Pero más problemática aún es la dimensión sociopolítica de esta actitud evitativa, dado que prácticamente no tenemos – o tenemos no las suficientes – estructuras institucionales ni terapéuticas que le den un lugar digno y de valor a las personas neurodiversas o con funcionamientos alternos. Los pueblos ancestrales con tradición chamánica, en esto, marcaban una diferencia ejemplar. En muchas de estas sociedades, los sujetos neurodiversos solían ocupar un lugar especial en la comunidad, la de generalmente oficiar como puentes entre el mundo humano terrenal – es decir, de la realidad local y consensuada – y el mundo de los espíritus – o de la realidad alterna, no-local -.
Personalmente observo que, en general, la psicoterapia como dispositivo de autoconocimiento, de cambio conductual y de entrenamiento en habilidades psicológicas, siendo una de las principales herramientas que tenemos en este orden, no parece estar alcanzando por sí sola para afrontar la presente situación. No resulta suficiente ni para alojar la demanda que clama por un recibimiento digno y provechosos de la neurodiversidad y de los estados no ordinarios, ni parece tampoco ser suficiente para afrontar la dimensión subjetiva de la crisis humana y ambiental en la que nos encontramos. Claro que por esto no estoy sugiriendo absurdamente que la misma deba ser descartada como opción viable para el cambio, sino por el contrario, debe ser potenciada y complementada.
Hacia nuevas concepciones sobre la salud psicológica.
Para quien quiera que estudie algo de las ciencias biológicas resulta un hecho básico que la evolución de las especies favorece la generación de la mayor diversidad posible dado que esto supone, como dijimos, flexibilidad, amplitud y riqueza de repertorio para hacer frente a los variados desafíos del medio. Y siendo así́ ¿acaso no estamos yendo en contra de una inteligencia evolutiva si como terapeutas o como sociedad seguimos desestimando la exploración de la diversidad de estados alternativos a los que nuestra mente es capaz de acceder? ¿no nos estamos perdiendo entonces de una gran parte de las posibilidades de la vida?
Frente a este escenario de crisis psicopolítica-ambiental al que asistimos parece ir quedando claro que requerimos de dispositivos que también vayan más allá del consultorio o de la terapia «individual», y es que la salud mental es mucho más que «ir al psicólogo». Hemos visto cómo gran parte de nuestras fracturas y heridas primigenias tienen que ver con la pérdida de vínculos esenciales, vínculos que difícilmente un dispositivo terapéutico “individual” pueda por sí solo restaurar, al menos para el tratamiento de la crisis a nivel colectivo.
También sucede que, como hemos ya aclarado, la terapia convencional, basada en la conversación, no suele ni tampoco puede muchas veces abarcar las dimensiones pre-racionales o trans-racionales, es decir, aquellas que trascienden el orden de la palabra, dimensiones como las del cuerpo – sede de los mecanismos básicos de autoregulación y restauración -, que tan cercana parece ser a la vez de lo más lejano, la dimensión espiritual o trascendente, sea lo que eso signifique para cada cual.
Y es que nuestra necesidad de transición también abarca a la urgencia de ampliar nuestras concepciones de salud y normalidad vigentes, sobre todo a nivel psicológico. Porque hablar de salud mental no deja de ser un recorte, una disección que – aunque muchas veces es importante para visibilizar y atender a esta dimensión – es más bien propia del dualismo cartesiano que divide al sujeto del objeto considerando que la mente es “algo” separado o distinto del resto del organismo. Requerimos entonces de concepciones y abordajes de salud integradores, que pudiendo distinguir y atender las diversas dimensiones que nos conforman, logren también ofrecer propuestas que las abarquen a todas por igual. Una psicología que no contemple las bases biológicas, contextuales, histórico-antropológicas, sociopolíticas, artístico-espirituales, y sobre todo las bases ecológicas en la cual se sustenta todo esto, es y será siempre una disciplina incompleta, coja, insuficiente para una transición como la que requerimos.
Necesitamos por tanto de una amplia gama de propuestas desde todos los ámbitos del saber humano trabajando en su conjunto, no solo desde la psicología, para poder abarcar esta demanda:
Espacio de sostén integral para personas en crisis y en situación de vulnerabilidad, pistas de aterrizaje para los que salieron a volar y perdieron el rumbo, salas de parto psicológico para los necesitan dar a luz al dolor, escuelas de conocimiento sobre los hechos básicos de la vida y sus valores asociados, y divulgación desde de todas las ramas del saber humano, que abandonen por un momento la comodidad de sus estructuras para asomarse a la realidad que nos urge y que pongan a disposición del mundo sus valiosas herramientas que de no ser compartidas poco sirven.
Pero en lo que respecta a la psicología y más particularmente al problema planteado a lo largo de este ensayo, considero que requerimos de dispositivos que nos permitan validar y estimular nuestra capacidad para la exploración de la conciencia y de sus estados posibles a través de las más variadas psicotécnicas, que nos enseñen a reapropiarnos de nuestra capacidad para comprender y asimilar la realidad, así como para modular los estados potenciales de nuestra nave biológica-pensante en pos de lograr, cada vez más, mayores niveles de autoconocimiento y soberanía psicológica.
Apuesto, sin dudas, a que esta clase de medidas pueden tener un impacto tal que, al promover, por un lado, la salud mental de manera preventiva, no solo se reduzca la demanda y el costo de los tratamientos al volverlos más accesibles, sino también, nos habilite a comprender la salud desde una concepción más amplia, integrada y enriquecedora, y no tanto como algo de cual uno debe ocuparse tan solo cuando el malestar o la enfermedad se ha alojado.
Antiguos faros en la tempestad.
En toda esta transición no podemos dejar de reconocer a las aliadas que tenemos en el camino. Y es que en los tiempos de oscura tempestad que nos acucian, se empiezan a vislumbrar de nuevo viejos faros, luces antiguas cuyo brillo la niebla de los tiempos, hoy más disipada, permiten entrever.
No somos pocos los que depositamos esperanzas de un cambio de conciencia y de paradigma en las medicinas visionarias, en aquellos fármacos sacramentales que, siendo como plantea el eminente psicólogo chileno Francisco Zenteno, constituyen agentes (vivos) de conciencia en el sentido – entiendo – que nos permiten justamente conocer o volvernos más conscientes – sustancias cognógenas deberíamos decir entonces- Y es que, como mencionamos al principio, nuestra especie no parece haber dado nunca con una tecnología de mayor potencia y calibre para contactar tanto con lo numinoso (trascendente) como con lo fenomenológico (empírico) de la conciencia que aquellas bien llamadas también «plantas maestras» (denominación tradicional que incluye al reino fungí).
Recientes estudios (Timmermann, 2021) «proporcionan pruebas convincentes de que los psicodélicos transforman las visiones del mundo de los usuarios alejándolas de una comprensión «fisicalista» de la realidad». En cambio, los usuarios parecen, a raíz de estas prácticas, desarrollar cosmovisiones basadas en el «panpsiquismo», es decir, de aquella creencia de que la conciencia impregna todo en el universo. Si bien se aclara, que este fenómeno depende de otras variables extrafarmacologicos (edad, contexto seguro, etc.), y que este fenómeno no deja de conllevar sus dilemas éticos y riesgos (posible manipulación y abuso ideológico por parte de guías y chamanes) se viene demostrando que este tipo de creencias «se vincularon con resultados positivos de salud mental».
Podemos ir deduciendo entonces que el llamado “potencial terapéutico” de esta sustancia no parece residir tanto en una cuestión química-farmacológica, sino más bien en la ruptura de una consciencia ordinaria caracterizada por limites rígidos dando lugar a un ensanchamiento de la concepción sobre la realidad toda. Esto tiene consecuencias muy importantes que no podemos pasar por alto. Básicamente nos refiere que un eje de la transición hacia lo que llamamos cura terapéutica se encuentra en la modificación de la visión general del mundo que acarrea consigo un nuevo repertorio de valores asociados, los cuales nos permiten tener otro tipo de información vital que usualmente pasamos por alto en el vivir cotidiano.1
Ahora bien, si la definición de un sujeto requiere siempre de los contornos de su contexto, el uso de las visionarias psicoactivas no es la excepción. Muchos preferimos considerar a estas sustancias como «enteógenos» dado que esta denominación reconoce en ellas una dimensión que no tiene que ver tanto con sus propiedades, sino con su forma histórica y ancestral de uso y relación-con, la forma que, probablemente, más les hace justicia: como agentes de conciencia en un marco iniciático destinado a la transformación psicológica. Los resultados, por tanto, dependerán exclusivamente de la relación que establezcamos-con. Si esperamos encontrar en el fármaco un mesías, o una solución rápida y efectiva para todos y todas por igual, seguiremos todavía extraviados en nuestras propias ilusiones e ingenuas exceptivas creyendo que un otro, una cosa, o un tratamiento en particular será el que nos “resuelva” la existencia.
La esperanza que sí podemos depositar en los enteógenos reside, a mi parecer, en su dimensión de «fármaco», término que tampoco no es en vano. Un fármaco (pharmakon) en su raíz epistemológica, significa veneno y medicina al mismo tiempo. La diferencia, como planteó Paracelso, reside en la dosis y, como vimos, también en el tipo de relación (uso) y en el tipo de contexto.
Lo cierto es que necesitamos los dos filos de este fármaco. Necesitamos prácticas medicinales que suturen las profundas y atávicas heridas que nuestra conciencia occidental padece y hace padecer a la vida toda en nuestro planeta. Pero necesitamos también venenos, venenos para la ignorancia, venenos que disuelvan al yo-individuo moderno – separado del conjunto – y lo refunda y lo reintegre a los valores fundamentales asociados el sostén de la vida.
Y aunque la esperanza es corregir el rumbo extraviado de nuestro desenfrenado y tóxico desarrollo, los fármacos enteogénicos como aliados si bien pueden ser de ayuda no van a hacer el trabajo por nosotros. En nuestros tiempos ya no puede haber mesías ni panaceas redentoras (conocemos ya las consecuencias nefastas de esa clase de expectativas). E igual de cierto es también que en este doble filo del fármaco hay riesgos importantes frente a los que debemos ser cautelosos. La noción de «filo» en esta interpretación, da cuenta de esa delgada línea en la que fácil es pasar de una práctica medicinal-terapéutica a un resultado pernicioso.
Por todo lo dicho es que la esperanza tiene que ser depositada, más bien, en el supuesto básico de que solo haciéndonos responsables podremos corregir el rumbo. De ahí en más las aliadas serán circunstanciales, nunca para todos, pero siempre para al alcance de quién realmente esté en condiciones de aprovecharlas, es decir, para quién necesite de veloces y profundas tomas de conciencia y esté ante todo preparado para navegar el turbulento mar de conocimientos al que nos invitan embarcarnos. Para todos y todas aquellas que prefieran o necesiten de otros caminos y aprendizajes más “terrenales”, más accesibles, e incluso más inmediatos antes que los que propone la praxis enteogénica, también hay – y debemos, aún, fomentar y desarrollar más –propuestas y dispositivos transformadoras de este orden.
En lo que respecta entonces al reencuentro con los antiguos faro, de las plantas madres visionarias, debemos abocarnos especialmente a crear o recuperar estructuras, andamiajes y técnicas (tanto ancestrales como actuales) sobre las cuales apoyarnos para hacer de los viajes de exploración y conocimiento de la conciencia – y de sus estados extraordinarios-, una disciplina no solo segura en términos de riesgos, sino también provechosa para desarrollo humano colectivo, para que los viajes enteógenos o psicodélicos, como quiera llamárseles, no terminen siendo tan solo una cuestión anecdótica más de nuestras vida – o en el peor de los casos, traumática – sino un evento cumbre que realmente nos transforme, nos reeduque y nos actualice.
Necesitamos, en definitiva, medios y dispositivos que se ocupen tanto de recuperar los saberes olvidados de nuestra especie, saberes que nos han sostenido durante de la mayor parte de nuestra historia, así como para – ciencia y arte de por medio – crear otros nuevos que nos orienten en la nebulosa de nuestra ignorancia actual, y así, por fin, dejarla cada vez más detrás de nuestros pasos siguientes como humanidad.
Debemos ser conscientes que nos enfrentamos a todo un proceso, y como tal, todo proceso lleva su tiempo. Pero también, al igual que en el tratamiento psicoterapéutico, el ya reconocer el problema de base es un paso fundamental sin en el que ninguna acción resolutiva es posible. La intención de este ensayo entonces y ante todo es esa: aportar al proceso transformativo generando consciencia sobre el problema de la consciencia, pero, sobre todo, despertar la inspiración necesaria que nos congregue a quienes estemos dispuestos a una oportuna trascendencia histórica de nuestro estado psicológico actual.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS:
Apud, I. (2017). Antropología, psicología y estados alterados de conciencia. Una revisión crítica desde una perspectiva interdisciplinaria. Revista Cultura y Droga, 22(24), 34-58. http://190.15.17.25/culturaydroga/downloads/Culturaydroga22(24)_03.pdf
Ceballos, G., Ehrlich, P. R., & Raven, P. H. (2020). Vertebrates on the brink as indicators of biological annihilation and the sixth mass extinction. PNAS, 117(24), 13596-13602. https://doi.org/10.1073/pnas.1922686117
EISLER, R. (1987). El cáliz y la espada: nuestra historia/ nuestro futuro. Santiago de Chile, Cuatro Vientos, 1990. Título Original: The chalice and the blade: Our history/our future, N. York, Harper & Row.
Fericgla, J. M. (1999). El peso central de los enteógenos en la dinámica cultural. Maguaré, 14, 239-263. https://revistas.unal.edu.co/index.php/maguare/article/ view/11143.
Hayes, S. C., Strosahl, K. D., & Wilson, K. G. (2016). Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT). Desclée de Brouwer.
IPCC. (2022). Climate change 2022: Impacts, adaptation, and vulnerability. Contribution of Working Group II to the Sixth Assessment Report of the Intergovernmental Panel.
Laughlin, C. D., McManus, J., & Shearer, J. (1983). Dreams, trance, and visions: What a transpersonal anthropology might look like. Phoenix: Journal of Transpersonal Anthropology, 7(1/2), 141-159.
Marín-Valencia, A. (2020). Etnopsicología, enteógenos y estados expandidos de conciencia. Algunas aproximaciones generales. En M. Gómez-Vargas y D. CarmonaHernández. (Comps). Debates sobre psicopatología y estructuras clínicas, Vol. 1 (págs. 55-78), Grupo de Investigación Psicología, Psicoanálisis y Conexiones. https://bibliotecadigital.udea.edu.co/handle/10495/17642
Timmermann, C., Kettner, H., Letheby, C., Roseman, L., Rosas, F., & Carhart-Harris, R. (2021, June 25). Psychedelics alter metaphysical beliefs. https://doi.org/10.31234/osf.io/f6sjk