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La alteración de la conciencia como camino evolutivo (VERSIÓN CORTA)

 

Durante el desarrollo evolutivo e histórico de la humanidad, pocas prácticas han tenido un impacto tan profundo en la conformación psicológica y cultural de los grupos sociales como aquellas destinadas a inducir estados no ordinarios de conciencia (Apud, 2017), y no es llamativo en esto que la principal vía de acceso a la que como especie hayamos recurrido para generar estas transformaciones de nuestra conciencia haya sido mediante contextos especializados para el uso ritual y ceremonial de plantas y hongos psicoactivos, sustancias hoy denominadas enteógenas o psicodélicas.

Pero si decimos que no es llamativo es porque está muy bien fundamentado (Fericgla, 1999) cómo las mismas han servido para potenciar, catalizar y promover procesos humanos esenciales: la curación de enfermedades, la organización sociopolítica, los ritos iniciáticos, las prácticas y concepciones ecológicas, la memoria cultural, las mitologías fundacionales y los procesos de resistencia identitaria, entre otros (Marín-Valencia, 2020).

Sin embargo, en los últimos siglos de nuestra historia hemos asistido al surgimiento de un paradigma —hoy denominado «moderno»— que, siendo desde su base eminentemente mecanicista y materialista y a pesar de haber supuesto un auge sin precedentes en materia de desarrollo científico, terminó, por otro lado, menospreciando y suplantando luego, en su devenir, a otras formas de conocimiento igualmente válidas y necesarias para vincularnos con la realidad en toda su extensión, formas que, valga decir, han sido constitutivas de la sociedad humana a lo largo de toda su historia.

Esta cosmovisión racionalista dejó entonces como saldo una fragmentación, una desconexión y un desentendimiento del sujeto con sus vínculos primordiales, o como dirá la antropóloga Ana María Llamazares (2013), una herida básica occidental. Es así que nuestros vínculos con el medio orgánico (naturaleza) —base de toda la vida—, con los lazos comunitarios —que tradicionalmente han sido nuestro principal sostén social— o con el saber de tipo mitológico y trascendente, se han visto en los últimos cinco siglos de nuestra historia, cada vez más empobrecidos. Pero especialmente hemos venido asistiendo a la desconexión y al desentendimiento con respecto a una dimensión que probablemente, antes de ser restringida, haya constituido el puente principal o punto nodal por donde han circulado la mayoría de los vínculos mencionados antes: nos referimos a la dimensión humana de los estados no ordinarios de conciencia.

Usamos esta conceptualización (estados no ordinarios de conciencia) que, aunque siendo poco precisa, es lo suficientemente general, abarcadora y útil para pensar en los distintos modos en los que nuestra mente puede operar alternativamente al funcionamiento común y cotidiano. Ejemplos de ellos serían el estado hipnagógico, el éxtasis, el trance, el estado meditativo profundo y, por supuesto, los estados llamados «psicodélicos» o «enteógenos».

A propósito de esta fractura particular con respecto a los modos alternativos de conciencia, el pionero en antropología transpersonal, Charles Laughlin (2013), fundamenta este fenómeno al señalar que en nuestra humanidad han existido y existen sociedades monofásicas y multifásicas.

Nuestro paradigma occidental —nuestra manera de pensar y concebir la realidad— es estrictamente monofásico; esto significa que solo considera como correcto y normal al estado ordinario de la vigilia, con énfasis en la lógica, el racionalismo y apoyándose en una división tajante entre el sujeto y el objeto (dualismo cartesiano), mientras que los estados no ordinarios son poco valorados o sistemáticamente descartados al considerarse anormales, patológicos o propios de culturas primitivas.

En contraste, las sociedades con tradición ancestral —hoy solo representadas por algunas pocas tribus, pueblos originarios y tradiciones místicas que conservan en mayor o menor medida su herencia primigenia— son o han sido polifásicas, es decir, que validan la integración de más de un estado de conciencia —como los que muchos mitos y teofanías dejaron plasmados en sus símbolos y relatos— y tienden a acompañar el conocimiento empírico de la realidad con el pensamiento simbólico, la intuición y el sentimiento de encanto frente al mundo.

La pregunta que cabe hacernos al respecto de lo dicho hasta ahora, entonces, es:

¿Puede ser, acaso, que el acceso a estos otros estados —que aquí denominamos «no-ordinarios» o «alternos» y que para la sociedad occidental han sido más bien signos de patología o de anomalías descartables— haya sido la llave maestra que en nuestro pasado evolutivo nos abriese la puerta a la comprensión de aquellos aspectos de la realidad y de aquellos valores fundamentales de los que hoy, por habernos desentendido de ellos, padecemos su falta?

La vital importancia de una conciencia flexible y de sus funcionamientos alternos.

Muchas veces se nos escapa, sobre todo a quienes nos dedicamos a guiar y orientar procesos de cambio a través de la labor psicológica, que la salud mental no se puede reducir a tan solo lograr que las personas con las que trabajamos se conviertan en individuos funcionales y socialmente adaptados, que muchas veces lo que parece ser patológico (desde la óptica estrecha de nuestras convenciones sociales y académicas sobre la normalidad saludable) es también parte de nuestro rico repertorio humano, necesario no solo para la adaptación, sino también para la comprensión intuitiva y profunda de una realidad que muchas veces hace añicos las estructuras racionales que pretenden explicarla.

Y es que hartas veces, dentro de estas categorías patologizantes, se incluye a personas en principio sanas pero neurodiversas y quizás no tan bien adaptadas, que poseen funcionamientos alternativos al común y en los cuales hay una gran riqueza de percepción y entendimiento del mundo, entendimiento que muchas veces habla de lo rígida y limitada que es nuestra concepción moderna y normalizadora sobre la conciencia y sus modos no ordinarios.

Es así que también dentro de estas categorías ha caído la necesaria y saludable tendencia de los seres humanos de buscar modificar su funcionamiento mental cotidiano —a través de prácticas psiconáuticas de lo más variadas, pero principalmente a través del uso de sustancias psicoactivas— deslegitimando así estas conductas, y perdiendo de vista su potencial terapéutico y transformador.  

Los que adherimos al paradigma contextual-funcional reconocemos que el malestar -y esto el budismo también lo comprende- no es necesariamente el síntoma de alguna disfunción particular, sino una condición básica de nuestra existencia y que, en última instancia, un mejor o peor funcionamiento va a estar dado por la actitud que asumamos frente a ese malestar. También, dentro de esta concepción, se destaca como principal factor de salud mental la capacidad de ser flexibles en nuestro repertorio conductual —es decir, de tener una amplia gama de opciones para responder al entorno— y me atrevo a agregar que deberíamos considerar también la capacidad de ser flexibles en nuestro repertorio de estados de conciencia, desarrollando así una amplitud y diversidad de estilos para experimentar la realidad, tanto en sus aspectos consensuados (realidad per se) como en sus aspectos alternos, no locales, extraordinarios.

Lo problemático es, entonces, que, por un lado, nuestra actitud generalizada frente al dolor suele ser de negación y evitación —dando como resultado el surgimiento de un sufrimiento adicional, propio de resistirse a lo inevitable, con todas las conductas escapatorias y perniciosas que eso conlleva— y, por el otro, que nuestro funcionamiento mental general suele estar marcado por esa rigidez propia de la conciencia occidental monofásica, que invalida y deslegitima el acceso a los estados no ordinarios de conciencia.  Todo esto da como resultado que prácticamente no tengamos —o tengamos muy pocas— estructuras institucionales y terapéuticas que le den un lugar digno y de valor, ya sea a las personas neurodiversas, con sus funcionamientos alternos, o al sujeto neurotípico que desee alterar momentáneamente su funcionamiento normal para acceder a otra información de su realidad. 

 

Para quien quiera que estudie algo de las ciencias biológicas, resulta un hecho básico que la evolución de las especies favorece la generación de la mayor diversidad posible, dado que esto supone, como dijimos, flexibilidad, amplitud y riqueza de repertorio para hacer frente a los variados desafíos del medio. Y siendo así, ¿acaso no estamos yendo en contra de una inteligencia evolutiva si, como terapeutas o como sociedad, seguimos desestimando la exploración de la diversidad de estados alternativos a los que nuestra mente es capaz de acceder? ¿No nos estamos perdiendo así una gran parte de las posibilidades de la vida?

 

Hacia nuevas concepciones y dispositivos para la salud psicológica.

Entonces, nuestra necesidad de transición también abarca la urgencia de ampliar nuestras concepciones de salud y normalidad vigentes, sobre todo a nivel psicológico. Porque hablar de “salud mental” – aunque sea necesario para visibilizarla – no deja de ser un recorte más bien propio del dualismo cartesiano que divide al sujeto del objeto, considerando que la mente es “algo” separado o distinto del resto del organismo.

Hablando particularmente de psicología clínica, de la terapia basada principalmente en la conducta verbal, en conversar,- cierto es que no suele (y muchas veces, no puede) abarcar las dimensiones pre-racionales o trans-racionales, es decir, aquellas que trascienden la esfera de la palabra hablada, dimensiones como las del cuerpo – sede de los mecanismos básicos de autorregulación y restauración -, o de la mismísima dimensión de los estados no ordinarios con sus propiedades imaginales, extáticas o míticas donde el lenguaje suele quedar muy al margen o volverse directamente inoperante. Si bien hay terapeutas que se esmeran y logran trabajar sobre estas esferas desde lo clínico, considero que el dispositivo psicológico tradicional –aunque en muchos aspectos irremplazable– no es el único, ni quizás el mejor para trabajar con estados mente-cuerpo no convencionales.

Frente al escenario de crisis psicopolítica y ambiental en el que nos vemos insertos, y en lo que respecta al malestar subjetivo, estoy convencido de que requerimos de dispositivos que también vayan más allá del consultorio o de la terapia «individual» y convencional. Y es que la salud mental es mucho más que solo “ir al psicólogo”.

Requerimos, por tanto, de concepciones y abordajes integradores, que, pudiendo distinguir y atender las diversas dimensiones que nos conforman, logren también ofrecer propuestas que las abarquen a todas por igual. Una psicología que no contemple las bases biológicas, contextuales, histórico-antropológicas, sociopolíticas, espirituales y ecológicas en las cuales se sustenta todo esto, y sobre todo la diversidad de estados potenciales de nuestra consciencia, será siempre una disciplina incompleta, coja, insuficiente para una transición como la que requerimos.

Más concretamente, debemos considerar la necesidad de promover espacios psicoeducativos y de divulgación psicológica, es decir, de acciones destinadas a transmitir información de calidad, accesible y con potencial transformador en todas las esferas de la sociedad. Necesitamos nuevas herramientas y enfoques más eficientes, pero, sobre todo, una educación para la soberanía psicológica. Apuesto, sin dudas, a que esta clase de medidas puede tener un impacto tal que, al promover, por un lado, la salud mental de manera preventiva, no solo se reduzca la demanda y el costo de los tratamientos al volverlos más accesibles, sino también, nos habilite a comprender la salud desde una concepción más amplia, integrada y enriquecedora, y no tanto como algo de lo cual uno debe ocuparse tan solo cuando el malestar o la enfermedad se ha alojado.

Particularmente, en relación al problema planteado a lo largo de este artículo, debemos comenzar a plantear dispositivos que nos permitan desarrollar nuestra capacidad para la exploración de la conciencia y de sus estados posibles, que nos enseñen a reapropiarnos de nuestra capacidad para comprender y asimilar la realidad, que nos permitan aprender a modular los estados potenciales de nuestra mente en pos de lograr, cada vez más, mayores niveles de autoconocimiento, libertad psicológica y bienestar humano integral.

Y finalmente, en toda esta necesidad de transición, no podemos dejar de reconocer a las aliadas que tenemos en el camino. No somos pocos los que depositamos una gran parte de las esperanzas —en cuanto a un cambio de conciencia y de paradigma— en las medicinas visionarias, en aquellos fármacos sacramentales que, como plantea el eminente psicólogo chileno Francisco Zenteno, constituyen agentes (vivos) de conciencia en el sentido —entiendo— que nos permiten justamente conocer o volvernos más conscientes —sustancias cognógenas podríamos decir también. Y es que, como mencionamos al principio, nuestra especie no parece haber dado nunca con una tecnología de mayor potencia y calibre para contactar tanto con lo numinoso (trascendente) como con lo fenomenológico (empírico) de la conciencia, que aquellas bien llamadas también «plantas maestras» (denominación tradicional que incluye al reino fungí).

 

Pero si la definición de un sujeto requiere siempre de los contornos de su contexto, el uso de las visionarias psicoactivas no es la excepción. Porque si la esperanza es corregir el rumbo extraviado de nuestro desenfrenado y tóxico desarrollo, los fármacos enteogénicos, como aliados, nos pueden ayudar, pero no van a hacer el trabajo por nosotros. Todo va a depender de la relación que establezcamos con. Y es que en nuestros tiempos ya no pueden haber ni mesías ni panaceas redentoras (conocemos ya las consecuencias nefastas de esa clase de expectativas). Y cierto es también que el «fármaco» tiene un doble filo: como medicina y como veneno. Entonces hay riesgos frente a los que debemos ser cautelosos. La noción de «filo» en esta interpretación da cuenta de esa delgada línea en la que es fácil pasar de una práctica medicinal-terapéutica a un resultado pernicioso.

Debemos entonces abocarnos especialmente a crear o recuperar estructuras, andamiajes y técnicas (tanto ancestrales como actuales) sobre las cuales apoyarnos para hacer de los viajes de exploración y conocimiento de la conciencia – y de sus estados extraordinarios-, una disciplina no solo segura en términos de riesgos, sino también provechosa para desarrollo humano colectivo, para que los viajes enteógenos o psicodélicos, como quiera llamárseles, no terminen siendo tan solo una cuestión anecdótica más de nuestras vida – o en el peor de los casos, traumática – sino un evento cumbre que realmente nos transforme, nos reeduque y nos actualice para hacer frente nuestro incierto destino como especie.

Necesitamos, en definitiva, medios y dispositivos que se ocupen tanto de recuperar los saberes olvidados de nuestra especie —saberes que nos han sostenido durante la mayor parte de nuestra historia—, así como para —ciencia y arte de por medio— crear otros nuevos que nos ayuden a orientarnos en la nebulosa de nuestra ignorancia actual, y así, por fin, dejarla cada vez más atrás en nuestros siguientes pasos evolutivos.

 

Proponemos entonces el desarrollo de un dispositivo específico, que, pretendiendo conformarse como una disciplina principalmente psicológica, pero también filosófica, cultural, técnica y científica, se centre en el estudio y el cultivo de estados subjetivos diversos y enriquecedores, apuntando en el proceso a generar un mejoramiento cuantitativo y cualitativo de nuestro potencial consciente. Esta disciplina y su dispositivo tomarán el nombre de psiconáutica.

Pero antes de empezar a develar su desarrollo y comprender cómo y por qué tal propuesta puede ser relevante para los fines planteados, será ante todo necesario ahondar un tanto en las concepciones básicas (epistemológicas) sobre las cuales esta propuesta va a fundarse, en sus antecedentes históricos, así como en sus objetivos y tareas puntuales. Todo esto será desarrollado en próximos artículos de esta serie.

 

COMENTARIO FINAL

Profundamente agradecido estoy con CEPPA (Centro de Psicoterapias con Psicodélicos de Argentina), espacio en el que tengo el honor y la suerte de trabajar y que, a mi parecer, representa uno de estos tipos de propuesta psicológica como las que nuestros tiempos requieren. Agradecido por darme la oportunidad de publicar este artículo que es parte de una propuesta general que estaré ofreciendo a lo largo de estas ediciones. Aclarar desde ya que todo lo planteado aquí no necesariamente representa —ni tendría por qué representar— la opinión del equipo ni de los y las colegas con las que trabajo, aunque estoy seguro de que nos encontramos alineados en cuanto a los valores fundamentales. Por todo esto, mi gratitud hacia este espacio es total. 

 

 

 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

Apud, I. (2017). Antropología, psicología y estados alterados de conciencia. Una revisión crítica desde una perspectiva interdisciplinaria. Revista Cultura y Droga, 22(24), 34-58. http://190.15.17.25/culturaydroga/downloads/Culturaydroga22(24)03.pdf

 

Fericgla, J. M. (1999). El peso central de los enteógenos en la dinámica cultural. Maguaré, 14, 239-263. https://revistas.unal.edu.co/index.php/maguare/article/view/11143.

 

Laughlin, C. D. (2013). Laughlin, C. D. (2013). Dreaming and reality: A neuroanthropological account. International Journal of Transpersonal Studies, 32(1), 64–78..  nternational Journal of Transpersonal Studies, 32(1).  https://doi.org/10.24972/ijts.2013.32.1.64

 

LLAMAZARES, Ana María. Occidente herido: el potencial sanador del

Chamanismo en el mundo contemporáneo. Diversidad, vol. 4, nº 7,

2013.

 

Marín-Valencia, A. (2020). Etnopsicología, enteógenos y estados expandidos de conciencia. Algunas aproximaciones generales. En M. Gómez-Vargas y D. Carmona Hernández. (Comps). Debates sobre psicopatología y estructuras clínicas, Vol. 1 (págs. 55-78), Grupo de Investigación Psicología, Psicoanálisis y Conexiones. https://bibliotecadigital.udea.edu.co/handle/10495/17642

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