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PARTEROS DEL DOLOR: Crónica de un viaje enteogénico.

3 de abril de 2021. (Última actualización: 22 de noviembre del 2024)

          

 Me ha llevado tiempo y ciertos dolores de cabeza pensar cómo elaborar este texto. Hasta el momento no he podido decidirme si hacer de él una crónica de viaje enteogénico, como habitualmente hago en estos casos, o si escribir un drama épico, o un cuasi delirante ensayo de psicología, arquetipos y alquimia. Y en definitiva creo que tendré que recurrir a todas las opciones, o a ninguna.  Habría que abarcar un poco de cada estilo existente para narrar algo de «Eso» que está más allá de lo ordinario (o más acá, tan acá que se vuelve imperceptible), o quizás, sin más opción, haya que crear un lenguaje específico para tal fin.

 Es que la mismísima experiencia psiquedélica parece ser un crisol donde se funden todos los estilos y las formas, una sopa primordial y caótica de significantes que, como elementos químicos sueltos, juegan al juego de intentar todas las combinaciones posibles, creando bastos y contundentes significados a su paso. Pero algo, desde ya, hay que destacar: muchas veces esto solo parece ocurrir si uno logra intervenir no interviniendo, es decir, cediendo completamente la necesidad de querer controlar los procesos psíquicos que acontecen. De modo contrario, el trabajo se obstruye, tal como la mente del escritor cuando anhela escribir sin antes poder reconocer que es él quien en principio ha sido escrito por las palabras de otro, por la vida y sus circunstancias, por sus decisiones, y que mientras más fuerza el uso de la pluma, esta más se seca.

Retomando, es sobre el siguiente punto que reside mi total motivación e interés, a saber, en la capacidad de ciertos mensajeros biológicos —dígase psiquedélicos o enteogénicos— de provocar un colapso semántico sin precedentes en la vida de quién se adentra en sus dimensiones y reordenar así el sentido de una, de varias o incluso de todas las vivencias que pueda haber tenido dicho sujeto.

  En esta línea, no puedo dejar de evocar la primera experiencia que tuve con hongos psilocibios en dosis alta, en la cual, en un momento dado, empecé a percibir como los conceptos se iban cayendo de mi mente, cual edificios que se derrumbaban por momentos, o como plástico que se derretía, en otros. Lo que adviene luego de esta clase fenómenos es una contundente pérdida de las coordenadas espacio-tiempo-identidad y el adentramiento en una experiencia bien conocida por psiconautas, – y bastante aterradora a mi parecer, sobre todo, en la primera vez -, experiencia que denominaría como percepción ubicua o percepción paradojal, es decir, como un ser sin ser, en todos lados y en ninguno a la vez, algo así como Borges, evocando a los árabes, describía la existencia de dios: un círculo cuyo eje está en todos lados y su circunferencia en ninguna, o como el Aleph, ese agujero entre dos peldaños de una escalera en un sótano por dónde se podía observar el universo entero con todos sus objetos desde todos los puntos de vistas al mismo tiempo.

Y evoco esta experiencia en apariencia tan compleja para elucubrar un hecho muy simple: si los conceptos se diluyen, también lo hacen las cosas que nombran. Si por un momento extravío la palabra que designa al cielo, este puede convertirse en cualquier otra cosa. De ahí que, al menos en mi fuero interno, puedo ir corroborando que, al parecer, la estructura de la realidad que percibimos se sostiene en gran medida por el lenguaje y sus conceptos, y si estos eventualmente se pierden o se anulan por cualquiera que sea el motivo, entonces, lo que llamamos realidad tenderá a colapsar. Con esto no quiero decir que cierta realidad no exista sin el lenguaje, sino más bien que este último es lo que en nuestra condición humana sirve de andamio para aquella. Y es así también que cuando el concepto cesa, la cosa muestra su esplendor.

Habiendo hecho esta introducción y elipsis, que me pareció clave para leer lo que narraré a continuación, trataré de cronificar los hechos y la fenomenología de una sesión de ingesta de hongos psilocibios, la cual me ha permitido, acorde a mis intenciones de toma, comprender algo del potencial no solo terapéutico, sino también psiconáutico, de este invaluable agente visionario.

CONTEXTO Y PREPARACIÓN

 El contexto del viaje me resultó y aún resulta ideal: el ex consultorio psicológico de mi colega, amigo y compañero psiconáutico, al que en este relato llamaré Virgilio. Este amplio y bello consultorio funcionaba en lo que fuera la sala de estar de su casa familiar, una sala amplia y con un pulido estilo que remitía a un antiguo navío inglés. En esta casa familiar también residía su madre – aquí, Cloto –, una avezada exploradora de las dimensiones enteogénicas, quien a su vez oficiaría de guía y custodia en nuestro viaje. Dosis: tres gramos de psilocybe cubensis variedad «Dancing Tiger» para mí, cuatro gramos de cubensis «Golden Teacher» para Virgilio, quien había decidido ir todavía un poco más allá. Modo de despegue: reposando en colchonetas, usando antifaces y con música sonando de fondo.

Una aclaración necesaria sobre las setas que consagraríamos ese día es que las mismas, además de haber sido producto de mi primer cultivo exitoso de psilocibe, poseían una potencia psicoactiva descomunal. Habiendo pasado ya varios años de aquel entonces, puedo afirmar que nunca he dado con algo semejante, al punto de que si tuviésemos que pensar en una equivalencia, aquellos tres gramos que ingerí podrían compararse con una dosis tres veces más potente que el promedio de ese gramaje. Siendo consciente de esa fuerza psicoactiva arrolladora, decidí ser más bien cauto y, por un momento, me sorprendió que Virgilio hubiese decidido ir con cuatro gramos a sabiendas de esto.

Mi día había arrancado relativamente temprano dado que tenía que trasladarme 40km en colectivo para llegar a lo de Virgilio a las 10 am. Cuando arribé a la terminal, decidí que tenía suficiente tiempo de sobra para ponerme a terminar de diseñar una playlist de viaje que venía preparando en la última semana. Fue una combinación que me dejó bastante satisfecho. En mi primera experiencia con psilocibios, la música había sido más un factor de intensidad innecesaria que un medio o un mundo para explorar. Decidí que en este caso no sería así porque el contexto y la preparación tampoco serían iguales a aquella vez. En esta oportunidad todo estaba «bajo control».

Llegué a tiempo a casa de Cloto y justo detrás de mí entraba Virgilio. Nos saludamos afablemente y hablamos nimiedades entre los tres para, acto seguido, comenzar a preparar la pista de despegue.

 La música fue un problema que nos demoró. La playlist que había preparado con tanta dedicación no se había guardado, vaya a saber por qué. Me frustré un poco, no tanto por el tiempo perdido en crearla, sino porque, sabiendo el poder que tiene la música en estos estados, quise cuidar en detalle que la misma evocara las emociones más propicias y evitara sobre todo producir esos estados incómodos que ya bien conocía, y no tanto por la calidad de las composiciones, sino por su uso a destiempo, como, por ejemplo, suele ser la reproducción de canciones con lírica, sobre todo en los estadios iniciales del viaje. A mi parecer (y al de muchos psiconautas), en esos momentos tempranos las palabras son poco bienvenidas. El principio es y debe ser un caos y la palabra, como sabemos, ordena; entonces se produce algo así como un autoritarismo molesto, como siempre que, debiendo haber caos, se fuerza el orden. Pero, en realidad, el que estaba forzando el orden era yo. Virgilio decidió poner una playlist que llevaba en su nombre «LSD» o algo por el estilo. En principio me preocupó porque el LSD se presta más para un libre despliegue musical sin tantos inconvenientes, mientras que, como dije, la experiencia introvertida con psilocibios no tanto. Decidí finalmente entregarme a lo que aconteciera y dejar de hacerme problema por ello. A fin de cuentas, esto probablemente no fuera más que un obstáculo de mi estructura que debía superar.

EL EMBARQUE

 Una vez todo dispuesto, llevamos a cabo la toma del hongo —que en este caso lo bebimos molido junto con una infusión de limón para evitar náuseas y acelerar la entrada— para finalmente ubicarnos en nuestros puestos y comenzar el despegue. Vale decir que no me bebí toda la taza, que equivalía a los tres gramos, sino que dejé aproximadamente un quinto de todo el contenido. Tenía miedo de volver a experimentar la intensidad inefable de un viaje que más que «heroico» fuera de nuevo «apocalíptico». Virgilio bebió todo.  «Buen viaje», le deseé, devolviéndome él los mismos deseos.

 Lo que sigue a continuación es la crónica del viaje interior. 

La música y el fármaco estaban haciendo lo suyo. Sensaciones incómodas se apoderaron de mi cuerpo-psique; sin embargo, por mi experiencia previa en el asunto, sabía que así iba a ser, al menos al principio. Todo viaje empieza con la incomodidad. En los grandes mitos, los héroes son raptados de su hogar por circunstancias imprevistas y, por tanto, uno de los aspectos más favorables de esta clase de experiencia es que es uno, y no las circunstancias, quien las elige. Además, luego de haber incursionado varias veces en estados no ordinarios, ya se tiene un panorama general de cómo ha de transcurrir la secuencia, aunque vale aclarar, solo en su estructura, nunca en su contenido. 

LA ZARPADA

Sentí la resistencia de mi yo consciente. Resistencia que ha sido parte de mi vida en general y que podría resumir en la siguiente frase: «Acababa de iniciar y ya quería terminar». Deseaba estar a pocos minutos del viaje, ya casi en el final del mismo, disfrutando hedonistamente de todo lo mundano que la vida tuviese para ofrecer. Pero bien sabemos que donde hay resistencia hay verdad, verdad bajo un velo.  Siempre me he preguntado por qué será que la misma causa tanto pavor y rehuida, tanto artilugio de la conciencia inconsciente para renegar de lo que es o lo que fue, inventando a su paso excusas que se convierten en síntomas y realidades. ¿Por qué la resistencia? Creo que al menos algo podré responder de mi propia resistencia. Pero no sin antes atravesar el caos y la incertidumbre.   

El caos, siempre al inicio de todo. Esperando también a ser develado en su estructura, y demostrando así lo imposible de su aleatoriedad. El caos entonces se apoderó de mi estado.  Palabras y recuerdos en apariencia azarosos revoloteaban por la cúpula de mi ser, chocando entre sí, confundiéndose todos. Confusión y cierto malestar que se transformaron en una rampa hacia lo profundo. 

Cierto es que no todos deben atravesar un inicio angustioso y molesto, tal como a mí suele ocurrirme en los albores de cada situación, tal como a mi cuerpo le aconteció al nacer: un doble nudo de cordón umbilical. Gracias al eminente psicólogo y psiconauta checo, Stan Groff, sabemos que poca distancia existe entre las vivencias prenatales y de parto con las que ofrecen las de tipo enteogénico, o las de iniciaciones místicas. Las tres anteriores parecen no ser más que distintas variantes de un mismo proceso. Sin embargo, lo curioso es que aquí yo no moriría ni renacería, como es de esperarse en estos viajes iniciáticos, sino que, más bien, algo nacería de mí. Pero todavía faltaría recorrer un tramo para llegar a eso. 

Una vez atravesada la fase inicial, con su carga de angustia soportable y resistencia infructuosa, ya estaba en el baile e imposible era retirarse. Las formas abstractas empezaron a cobrar formas concretas, a través de imágenes con un alto poder movilizante. Podría referirme a ellas como arquetipos, concepto popularizado por C. G. Jung con el que coqueteé muchos años de mi vida, pero al que nunca le di crédito merecido hasta que pude vivenciar plenamente estas profundidades psicológicas. Cierto es que hoy, dichas imágenes, más que arquetípicas, se me representan mejor con una descripción más precisa y oportuna que mi colega, Virgilio, logró rescatar y pulir después de varias expediciones más: como imágenes incurables.

DESVÍO TEÓRICO SOBRE LA IMAGEN INCURABLE

En pocas palabras, el concepto de imagen incurable remite a cómo opera la psique a nivel profundo —o la mente en un estado modificado o alterado de consciencia— donde lo que destaca es una primacía de las imágenes. Imágenes entendidas no solo como representaciones visuales, sino como representaciones globales, totales, holográficas, multisensoriales y multidimensionales de la experiencia. Además, estas imágenes parecen poseer una curiosa autonomía respecto de la consciencia que las fabrica o les da forma y , sobre todo, gozan de un gran poder movilizador, de conmoción interna, de producción de sismos psicológicos y de transformaciones ontológicas. Por último, Virgilio les otorga también el estatus de “incurables”, a raíz de que, además de estar íntimamente aparejadas al caos y al pathos (sufrimiento), son inherentes a la experiencia del alma humana y, por tanto, no pueden (ni deben) ser erradicadas, sino más bien asumidas, aceptadas e integradas por las más diversas vías de la conducta como vectores dinámicos que nos llevan de la estabilidad al cambio y viceversa. La imagen incurable es, en definitiva, una experiencia que conmociona y revitaliza, si uno sale vivo de ella.

De estas imágenes incurables, puedo afirmar hoy sin dudas que hablan las vivencias que continúo narrando.

RECAPITULANDO

 Empezaron a recrearse escenas cotidianas de mi vida. Un escenario conocido: la vecindad donde habitamos Lula -mi compañera de vida- y Charles -uno de mis amigos más íntimos-. En este escenario estaban también ellos, pero personificados como poderosos animales, cada uno con su particularidad y potencial. Ambos, honorables. De pronto, el patio intermedio de las dos casas de la vecindad cobró el significado, más no la forma, de un tablero de ajedrez. En él las piezas debían ser ubicadas y comenzar a desarrollar los movimientos. Entendí que cada cual tenía su espacio, espacio que debía ser respetado sobre todo por mi persona, que a veces tiendo a inmiscuirme sin que me lo pidan. Lo primero que entendí fue esto: en mi psique, cada una de estas personas representa imágenes incurables o intocables. Imágenes que deben ser conocidas y respetadas en su espacio. Cada uno debe tener su lugar; de otro modo, los ánimos se resienten. Y tal como es adentro, debe ser afuera (aunque en este estado tal distinción es irrisoria).

 La escena del tablero-vecindad se desarrolló y capituló junto con la música que acompañaba fielmente la trama, como si un director estuviese coordinando ambos registros. A partir de entonces, este efecto de sincronización viaje-música seguiría siendo cada vez más oportuno.

 Acto siguiente: las imágenes anteriores son barridas, y empiezan a ocurrir otros procesos que a nivel visual retoman lo abstracto y que a nivel semántico parecen referirse a operaciones lógico-matemáticas, casi mecánicas, casi informáticas. Piezas de maquinaria, o patrones que interactuaban entre sí, buscando la forma más eficiente para vaya a saber qué proceso… En ese momento me encuentro observándolo todo y tratando de interpretar qué está ocurriendo, pero es en vano. Como si mi obsesión por el análisis fuera poca, intento meterme dentro de los engranajes de estas operaciones, accionando movimientos y deshaciendo otros, hasta que, por fin, termino atascado adentro de uno de los bucles. Entiendo que tampoco aquí debo participar. Ni mi conciencia ni mi inteligencia pueden equiparar siquiera un uno por ciento de la conciencia o inteligencia que dirige esas operaciones. Dejar que esa inteligencia haga lo suyo, esa es toda la no-acción necesaria. 

Muchos detalles, tramas y contenido dejo fuera de este relato y no porque lo desee, sino, más bien, porque, al igual que en un sueño, mucho de lo que se vive es tragado por un agujero de la memoria. Muchas imágenes, además de incurables e intocables, son también inintegrables, pero aún así sabemos que acontecen y sirven a pesar de su olvido. 

A estas alturas yo me encontraba envuelto de los pies a la cabeza con la manta que tenía encima, recostado de lado, en posición fetal. Un frío de psilocibina que se había lentamente apoderado de mí; literalmente, me sentía afiebrado. Por un momento pensé que estaba recayendo en un estado gripal que había aparentemente superado hacía unas semanas. La ansiedad quiso tomarme, pero teniendo en cuenta lo que ya había concientizado, me dejé de llevar confiando en lo que aconteciera.

Las escenas pasadas habían transcurrido de manera épica, acompañadas por una música acertada, y como capítulos de un libro habían finalizado. Ahora suponía que el estado psicodélico empezaría lentamente a ceder, pero lejos estaba de ser así. Esta cepa primigenia guardaba lo mejor para el final. A partir de aquí comienza la fase más incurable de este viaje, aquella que tuvo la fuerza de conmoción suficiente como para reubicar mi punto de encaje y permitirme esclarecer mi visión sobre la vida, sobre el dolor (pathos) y sobre mi vocación, de una manera sin precedentes.

Había atravesado muchas escenas y emociones que parecían conformar el panorama completo de toda la experiencia, pero algo seguía inconcluso, algo que seguía punzando, una cierta angustia en el pecho que hasta aquel entonces me acompañaba desde hacía ya unos cinco años, pero que ya viene siendo elaborada en terapia y, por tanto, aminorada en su peso emocional.

Lo cierto es que esa angustia nunca dejaba de aparecer a pesar de todos mis esfuerzos por «erradicarla», y cada vez que resurgía, no dejaba de ser en extremo desconcertante los motivos por los cuales lo hacía. Demasiadas veces me he preguntado si es algo que tiene que ver con mi manera de pensar, o con ciertas circunstancias externas, o con algún trauma infantil al más puro estilo freudiano… Había encontrado hasta ese entonces que parecía ser cúmulo de todos esos factores, pero nunca algo que me hubiese convencido al punto de poder decir «este es el sentido de mi angustia», lo cual es paradójico considerando que la angustia usualmente es un afecto que se desprende del sinsentido.

Sea como fuere, me encontré con esa angustia durante el viaje, primero manifestándose como una sensación incómoda y deprimente en el pecho y luego como una imagen incurable, como una forma definida con nombre y esencia. Decidí ahondar en ella considerando que era el momento oportuno. Virgilio, en aquellas épocas, solía citar la metáfora groffniana del psicodélico como microscopio, telescopio o instrumento de ampliación. Hoy ha encontrado una metáfora más precisa y verdaderamente filosa: el psicodélico es un bisturí; antes que amplificar, nos corta para abrirnos en canal.

Hechas ya las incisiones, decidí entonces mirar eso que yacía y adolecía en mi pecho. Vi un fondo oscuro, nebuloso y un centro semejante a un agujero negro. Pensé, en ese momento, que esa era la mejor representación de la angustia, como un agujero que se traga todo otro afecto a su paso. Pero, en realidad, no era esa la materia prima del agujero, sino solo la cualidad que yo percibía. Me sumerjo aún más y, estando ya dentro de la nebulosa y al borde del agujero, logro ver que una porción de este se desprende. Esa porción del agujero negro ahora estaba en mis manos y comenzaba a asemejarse a un carozo de aceituna negra del tamaño de un recién nacido.

 De alguna manera había entendido que esa nebulosa que desembocaba en el agujero negro era nada menos que el Dolor del Mundo (me permito el uso de mayúsculas para nombrar aquello que tiene —a mi parecer— una entidad tan real que no sería justo confundir con ideas). Este Dolor del Mundo era el cúmulo de todo el sufrimiento humano condensado en el espacio-tiempo, generando sobre este el mismo efecto que un agujero negro a nivel astronómico, curvándolo sobre un centro atractor que absorbe hasta incluso la mismísima luz.  Me vi muy cercano a él, tan cercano como si una parte de mí proviniera de ese abismo, de ese insondable mar de padecimiento. Tuve el recaudo de no seguir sumergiéndome más, porque el riesgo de seguir parecía ser letal al superar toda tolerancia posible de un mero ser humano. Pero yo ya tenía lo que había venido a buscar, algo que también me buscó a mí, como si fuésemos de la misma estirpe. En mis brazos se posó y entendí que era mi porción del Dolor del Mundo, la que a mí me había tocado o, quizás, la que yo había elegido. Me quedé observando, contemplándola, a esa porción de materia oscura, a ese carozo de dolor, a esa simiente de… ¿¡Luz!? Es que algo brillaba bien adentro del carozo, algo como una pepita de oro lumínica y radiante en el fondo de un estanque de brea, muy sutilmente al principio y luego conmovedoramente cierta.

ENCUENTRO CON LA VOZ

Pregunté: «¿Qué es esto que brilla dentro del oscuro carozo?» Y La Voz me respondió: «Lo más propio de ti, lo singular de tu existencia». —¿Por qué yace aquí? Interrogué.  Y la voz contestó: «Para que alguien la haga nacer». Observé que estaba en mis brazos como un bebé, y entonces decidí abrazar al oscuro carozo de dolor y a su pequeño núcleo dorado. El carozo comenzó a hundirse en mi pecho, fundiéndose con mis entrañas. En ese momento comencé a llorar desconsoladamente, como si el dolor se hiciera plena carne. Estuve jadeando el llanto y mojando con lágrimas la almohada. Parecieron horas aunque, quizás, fueron solo unos minutos. Y ya cesando mi llanto, empecé a jadear como una parturienta, cada vez más rítmicamente, cada vez más desde adentro. El jadeo se convirtió en una expresión más definida. Cobró forma un sonido que variaba entre «Ana» y «Sana».  

¡Aaana! ¡Saahna! ¡Aaana! ¡Saahna! Así durante varios minutos. Sentí que afloraba de mi boca una vida, una existencia, un nuevo ser-en-el-mundo. Una luz que nació de un cigoto de dolor, la propia verdad.

 Capté sin rodeos el sentido. Me fue otorgado y asumí plenamente el compromiso de ser partero, partero del Dolor, y guardián frente al Dolor del Mundo, así, como muchos otros, como Virgilio, que, hablando luego con él, me narró —no sin inconmensurable asombro y dudando él seriamente de su propia cordura— el haber tenido la revelación de entender que muchas personas parecíamos haber nacido bajo una especie de sintonía que nombraba en ese momento como “código”. No recuerdo ya si él me describía esto con lujo de detalle o si yo estaba tan compenetrado en esa visión que podía comprenderla a la perfección por haberla vivenciado en carne propia.

Sentíamos comprender en ese momento —y al menos hasta hoy sigo sintiendo— que, al parecer, hay muchos códigos, o puntos de sintonización —puntos de encaje, tal vez— y este, particularmente, en el que a nosotros nos fue dado nacer, tenía la particularidad de sondear en lo profundo, de navegar lo más íntimo, en lo terrible y lo caótico, para hacer de todo ello una alquimia con la cual transmutar algo de ese gran Dolor del Mundo en comprensión, algo de lo enfermizo en sabia locura.  Ambos sabíamos, ambos habíamos visto y comprendido lo mismo, que esta e-lección tiene su precio y su recompensa, y ambas eran una. El dolor es costo y es beneficio. Él había visto el Código —no sin pensar que estaba delirando—; yo había hecho mi alquimia, coherente con ese Código, que describía entregándome al delirio de la riqueza del sentido total. Verdad o delirio había encontrado un nuevo sentido, un nuevo punto de apoyo ontológico, que, siendo partero (pathos-partero), también era sepulturero, psicompompo, un guía hacia la muerte, como el mismísimo Virgilio de Dante y, por tanto, que muerte y vida son solo fases distintas de un proceso siempre vivo. Acompañar a nacer era entonces acompañar a morir, la figura del partero fusionada con el tanatólogo.

También comprendí que el dolor humano es el de un niño desamparado, y eso es algo que hay que acunar automaternándose. Entendí que eso quizás también debería haberlo hecho desde hace tiempo, cada vez que en mí se anunciaba la angustia, durante mi psicológico periodo de preñez.

Luego de parir, empecé a visionar las niñeces de las personas que amo. Vi a la niña de mi compañera, sintiendo inmensa ternura por ella, y quise inmediatamente levantarla en mis brazos y mecerla. Pero La Voz con tono maternal me detuvo: —No, no… ella tiene su propia madre que la cuida, y si esa madre a veces se ausenta, bien puedes tú brindarle esa contención momentánea, pero no hacer el trabajo por ella.  Entendí completamente lo que es cierto de esa consigna tan repetida en algunos espacios y particularmente en la psicoterapia, la consigna de «no maternar al otro». Y es que si uno oficia de madre para otro ya adulto, entonces este o esta puede acomodarse y estancarse en esa situación y nunca fundar su propia posición de automaternidad. —¿Y mi propia paternidad? —pregunté. – ¿Con qué tiene que ver? —¿Qué debería hacer ahora? —Nada —respondióLa Voz—. No es su momento todavía; la madre no necesita más que de sí misma en los albores del parto, y de la misma manera, el niño no necesita más que de su madre. Más adelante llegará la necesidad de alguien o algo que amplíe esa simbiosis cerrada, pero no todavía .

SALIDA Y RETORNO

Hasta aquí habían llegado las visiones profundas. Luego de esto, el frío febril que sentía dio paso a un calor fulgurante que me llevó a revolverme dentro de la frazada que me cubría de los pies a la cabeza y a desarmar ese capullo de tela para empezar a salir de él como un reptil cuando rompe su huevo. Sentí el aire fresco, gran comodidad, satisfacción y alivio. Estuve con los ojos tapados unos minutos más, mientras escuchaba que Virgilio me hablaba. Él parecía también estar de vuelta y me invitaba al diálogo y a sacarme el antifaz. Al cabo de un tiempo lo hice y pude apreciar la magia estética que El Hongo Visionario regala: entramados fractales en las paredes, cuadros que cobran vida y una magnífica apreciación de los detalles en cada objeto.  

Se había manifestado la intención invocada de manera contundente.

Finalmente, mientras los últimos efectos del hongo iban cediendo, mantuvimos con Virgilio una serie de charlas que fueron como juegos de palabras donde las mismas cobraban vida y se abrían a una amplitud abismal de significados. Pocas veces he tenido un ánimo tan fresco, tan calmo y tan jovial. Reía con toda mi piel cuando las palabras eran ciertas. Sentí que la verdad se podía discernir fácilmente porque cuando acontecía, hacía cosquillas. Sentí y comprendí que la verdad existe, no como pensaba hasta ese momento, que la misma era tan solo un ejército de metáforas o un cúmulo de interpretaciones culturalmente adoptadas, ¡sino que la verdad es! Existe como tal y, aunque las palabras no alcanzan para abarcarla, igualmente puede ser sentida, percibida con otros sentidos.

 Vi que Virgilio estaba literalmente en calzoncillos, sentado junto a su madre, casi como recreando La Piedad. La escena me sacudió de risa y a la vez de profunda satisfacción. Hablamos desnudos de vergüenzas y corazas, respirando la íntima libertad del ser. Los últimos momentos de la tarde los vivimos en el jardín de Cloto, compartiendo sus delicias culinarias, y con Virgilio, que aún estaba dentro del estado visionario y hablaba como inspirado por una entidad, tratando de describir la configuración de los infinitos multiversos que habitamos y que nos habitan y que, a nosotras, somnolientas células, nos resulta descabellado imaginar. Quizás ya sea momento de empezar a vislumbrar cuán lejos, pero sobre todo, cuán cerca estamos de esa otra realidad que nos es tan propia en derecho como ajena en conciencia. Realidad que solo es accesible dejándose aniquilar por una imagen incurable, por un dolor que nos rompa la bolsa del viejo mundo para, por fin, empezar realmente a vivir.

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